¿Qué hacés? Pasá… Esto es La Ganga Literaria; una historia y un tema en loop. Fácil. Una experiencia. Aunque si no querés escuchar el temita repitiéndose mientras leés, porque te distrae, lo podés escuchar después pensando fuerte en la historia. O lo podés escuchar antes; da lo mismo. Tampoco te vamos a andar vigilando.
Pero leelo. Y escúchalo. La cosa es que los mezcles como los que mezclan este vinito con ese quesito, la pizza con la cerveza, la tuca con la uña y esas cosas que dan placer y que son un acto de justicia y de amor propio.
Ojo: esta experiencia se disfruta mucho más si transita en horario laboral, robándole minutos a tu jefe; vos sabés.
También si estás fumado y con buenos auriculares. O fumado en el trabajo… Bienvenidx
“Ciento cincuenta pesos” por Santiago Cánepa.
Son las tres de la mañana y Jeny espera el colectivo sentada en el cordón de la vereda. Se le acerca un tipo y le dice:
– Te doy mil pesos si me dejás verte mear.
No hay nadie más en la parada además de ellos. Tampoco se ve gente alrededor. Están sobre una avenida pelada por la que cada tanto pasa un auto. Jeny tiene algo de frio y siente que le pesa el cuerpo. Lleva esperando una hora después de un turno de doce como mesera en un salón de fiestas. Comenzó la tarde con un cumpleaños infantil donde el padre del cumpleañero y sus amigos le elogiaban alguna parte del cuerpo cada vez que se acercaba a llevarles algo. Después unas bodas de oro insufribles donde al menos llevaron un pernil del que comieron ella y sus compañeras encerradas en la cocina. Siempre sale un poco borracha de esas fiestas.
Se lleva el pucho a la boca para que no se le caiga y se pone de pie apoyando una mano en el piso, agarrándose con la otra de la correa de su cartera. No es la primera vez que alguien se le acerca a ofrecerle algo similar. El tipo insiste:
– ¿Cuánto hace que esperás el colectivo?
– ¿Qué carajo te importa?
– Te doy los mil y quinientos más para el taxi.
El tipo tiene unos cincuenta años, es petiso, colorado, medio pelado; Jeny lo mira de arriba abajo, con asco.
– Tomatelás.
Desde que se acercó, el tipo mantuvo la distancia. Se plantó a dos metros de ella y ahí se quedó. Saca un fajo de billetes y se los muestra a Jeny.
– Mirá. No te voy a hacer nada. Vamos para acá a la vuelta, yo ni me acerco, vos me mostrás como hacés y listo.
– ¿Y nunca viste cómo mea una mujer, vos?
– No quiero hacerte nada malo, de verdad, te doy quinientos ahora, mirá.
El tipo cuenta cinco billetes, los hace un bollo y estira el brazo alcanzándoselos a Jeny. Le tiembla un poco la mano y agacha la mirada. Jeny le mira la mano, pálida, con las uñas largas, amarillas; mira el puñado de billetes, el brazo, nota que tiene algunos agujeros en el sweater, algunos rasguños en la cara, el pantalón grasiento.
– Tomá, agarrá- insiste el tipo- para que veas que no quiero hacerte daño. Podrías irte corriendo, tranquilamente, y yo estoy confiando en vos.
Jeny toma el fajo caliente, un poco húmedo, y el tipo vuelve a su lugar. Ella separa los billetes y los cuenta: son quinientos pesos, todos billetes de cien. Son verdaderos, no hay duda.
– Vos caminás y yo te sigo. Vamos a donde vos te sientas cómoda.
Jeny guarda los quinientos en el bolsillo de su pantalón, saca el encendedor de la cartera y prende el pucho.
– Vamos.
Comienza a caminar y el tipo la sigue.
– Gracias. Sos hermosa, no te das una idea de cómo te lo agradezco.
– No es necesario que me dorés la píldora.
– Digo lo que me parece, nada más. ¿Qué hacés a esta hora, sola? ¿Venís de trabajar?
– ¿Qué te importa?
– Bueno, pregunto. Soy curioso.
– ¿Hacés esto muy seguido vos?
– ¡Ah, vos también sos curiosa!
– Y, si vos me preguntás.
– A veces lo hago, siempre y cuando encuentre alguna chica que me guste.
Jeny no disimula la cara de asco. Llegan a la esquina y doblan a la izquierda. Jeny es alta, mucho más que el tipo. Tiene puesta la ropa que usó para trabajar. Un pantalón negro de vestir que le hizo achicar a su madre el día anterior a empezar en el salón. Tras llamar a medio mundo para preguntar quién podía donarle uno, consiguió ese que le resultaba demasiado recto. No tiene forma, quiero que me marque el culo, le dijo a su madre y la vieja se puso a medir, a cortar y a coser a mano. También tiene puesta una campera negra arriba de la camisa que le dieron para usar bajo el delantal, y unas zapatillas deportivas que son altas y muy cómodas para ir y venir, subir y bajar escaleras, baldear. El pantalón le marca el culo y el tipo se lo mira.
– Acá está bien.
Dice el tipo, señalando el espacio entre una camioneta y dos árboles.
– No, sigamos un poco más.
Jeny no frena y el tipo la sigue detrás, siempre manteniendo la distancia.
– Vamos ahí.
Jeny señala un rincón entre un auto estacionado y un tacho de basura cuadrado y alto.
– Donde vos quieras.
– Quiero ahí.
El lugar está casi en la esquina de una calle por donde suelen pasar los taxis que quieren ir en dirección contraria a la avenida y donde ella, algunas noches de buena propina, va a buscar uno. Le da la última pitada al cigarrillo y lo tira, escupe el humo y le dice:
– Dame los mil ahora. Los quinientos que me prometiste más la plata para el taxi.
– No, primero lo primero.
– Ni loca. ¿Cómo sé que después de mear me vas a dar la pata?
– Tenés que confiar en mí, hermosa.
– No me hablés así. Dame quinientos, entonces y cuando termino me das los otros quinientos.
– Ya te di quinientos, y es mucha plata, primero lo primero.
– Me dijiste que confiabas en mí.
El tipo sonríe ¿Qué otra opción tiene? Mete la mano en el bolsillo y saca el fajo de billetes. Son quinientos, los cuenta lento, en silencio, sonriendo y mirándola cada tanto a ella. La mirada de Jeny está puesta en la guita; cien, doscientos, trescientos, cuatrocientos, quinientos. El tipo estira el brazo mientras que con la otra mano se empieza a refregar la pija por encima del pantalón. Jeny agarra la plata y la tira en la cartera, y con toda la fuerza que tiene le pega una patada en medio de las pelotas, empeñándose en meter la puntera de las zapatillas lo más adentro posible. El tipo larga un gruñido y cae al piso agarrándose la parte con ambas manos. Grita. Se retuerce como un cerdo recién degollado.
Jeny corre, llega a la esquina y dobla a la derecha. Corre una cuadra, otra, mira para atrás pero el tipo no aparece. Corre una cuadra más y frena ¿Y si el tipo tienen un auto y está yendo a buscarla? O quizás no se pudo levantar todavía. Pasan algunos autos. Baja a la calle y comienza a caminar pegada al cordón buscando un taxi. A lo lejos ve venir uno, podría detenerse y esperarlo en ese mismo lugar, pero la adrenalina no la deja frenar y sigue caminando, girando cada tanto para comprobar que aún se acerca. Por un momento piensa en que el chofer del taxi podría ser el viejo, pero enseguida desecha la teoría amparándose en que avanza muy lento como para ser alguien a quien acaban de patearle las pelotas. Además ¿quién le dijo que el viejo es un taxista?
Como tiene algo de calor, se desabrocha la campera. Respira profundo, el taxi ya está más cerca. Sin detenerse le hace señas, el chofer la ve y le hace un guiño de luces. Cuando por fin lo tiene cerca mira a través del parabrisas y ve que el conductor es un tipo joven, un tipo cualquiera con cara de hermano, cuñado o tío. Se detiene, el taxi frena, abre la puerta y sube:
– Doblamos en la próxima a la derecha.
– Muy bien.
– ¿Te molesta si fumo?
Saca el encendedor y un cigarrillo de la cartera.
– No, para nada.
Responde el chofer, así que baja la ventanilla y enciende el cigarro. El chofer aprovecha y también enciende uno.
Ya distendida, Junta de la cartera todos los billetes sueltos y los acomoda en un fajo. Cuenta de nuevo: cien, doscientos, trescientos… Quinientos pesos, mil, si cuenta los que tiene en el bolsillo. Calcula que el taxi le saldrá trescientos, así que le quedará un buen resto. No abre la boca en todo el trayecto más que para responder alguna que otra pregunta del taxista en relación al recorrido.
– Son tres cincuenta.
Le dice el taxista cuando llegan a su casa. El reloj marcaba $ 354.
– Bárbaro.
Responde ella. Separa cuatro billetes del fajo y se los da. El chofer cuenta, se detiene, observa, levanta con ambas manos uno de los billetes y lo mira a tras luz. No ve bien con la iluminación de la calle, así que refuerza encendiendo la lámpara sobre su cabeza.
– Parece falso.
– No puede ser.
– Sí, mirá.
El chofer le alcanza el billete y ella repite la maniobra: lo somete al tacto, a la luz.
– ¡Qué viejo hijo de puta!
– Y estos también ¿Qué número tiene ese? Este termina en 5184. A ver estos tres…
Todos terminaban en 5184, también los dos que ella tenía en la mano: el que le había devuelto el chofer y el que se había quedado. El código coincidía incluso en la seguidilla de números anteriores: el mismo billete quintuplicado. Cinco billetes falsos.
Separa cuatrocientos de los quinientos que tenía en el bolsillo rogando que no sean falsos y paga:
– Espero que estos sean buenos. Me los dio la misma persona.
El chofer agarra los billetes y los somete al mismo escrutinio que a los anteriores.
– Estos son buenos.
– ¡Menos mal! Te pido mil disculpas, me los dieron.
– No hay drama, de verdad. Son cosas que nos pasan a todos. Imaginate yo, acá arriba…
– Me imagino.
El tipo le devuelve cincuenta pesos y ella se baja del taxi sabiendo que le encajaría los billetes truchos a la vieja del kiosquito, que no ve una mierda.
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